ENIGMAS HISTÓRICOS Una mirada a los misterios de la Historia Inicio Sobre el autor -------------------------------------------------------------------------------- La Peste Negra, apocalipsis medieval 26 02 2009 A finales del siglo XIV tuvo lugar en toda Europa una brutal epidemia de peste que acabó, en muchas zonas, con más del 50% de la población. Las gentes de aquella época creyeron que había llegado el Apocalipsis y que la Providencia castigaba así a los hombres por todos sus pecados. El infierno se hacía realidad sobre la Tierra sembrando de cadáveres y apestados las sucias y abarrotadas calles de las grandes ciudades y de los pequeños pueblos de un extremo al otro del continente… El hombre medieval estaba sin duda acostumbrado a los contratiempos del destino. Los periodos de hambrunas, carestías de todo tipo y guerras eran algo habitual. Sin embargo, nadie podía imaginarse que la muerte, aquella figura tenebrosa que comenzó a partir de entonces a representarse embozada, siempre acechante entre las sombras, se llevaría por delante a millones de almas como consecuencia del mayor desastre epidémico de la historia: la peste negra. Todo comenzó en el año 1348, cuando la misteriosa enfermedad, como si de una plaga apocalíptica se tratara, se cebó con la indefensa población de casi todo el continente europeo, asolando ciudades y pueblos enteros y sembrando de cadáveres los campos y las calles de las grandes urbes. La muerte negra, como empezó a conocerse, acabó con casi la tercera parte de la población europea. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se abatían contra los hombres como nunca antes lo habían hecho. Para las supersticiosas mentalidades de la época era el comienzo del fin del mundo, y la sensación de pánico generalizado sólo era comparable, salvando las distancias, a la que se vivió en el umbral del año 1000. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, grabado de Alberto Durero (1498) Orígenes inciertos Occidente no se enfrentaba a una epidemia completamente nueva, pues ya en el siglo VI un brote de la enfermedad, conocido como “Peste de Justiniano” asoló gran parte del Imperio Bizantino. Y aunque causó numerosos estragos, no fue comparable, en cuanto a virulencia y catastrofismo, con la pandemia vivida entre 1348 y 1351. Existen discrepancias entre los historiadores sobre cuál fue realmente el punto de origen de la peste medieval, aunque la mayoría coincide en aceptar que pudo partir de la región de Yunnan, en el sudeste de China, transmitida a través de las caravanas asiáticas que recorrían el Imperio mongol en parte de la Ruta de la Seda. En 1387, millones de personas estaban muriendo en China, la India y en gran parte de las tierras del Islam. A Europa llegaban rumores sobre una terrible enfermedad acompañados de descripciones apocalípticas sobre el origen de la epidemia, como lluvias de ranas y serpientes, tormentas con fuertes granizadas y rayos y finalmente un humo hediondo y truenos espantosos. Ese mismo año, el mal debió de entrar en contacto con los europeos en el puerto de Caffa –hoy Teodosia–, entonces colonia de Génova en el Mar Negro, hacia donde acudían las numerosas caravanas citadas. Poco después, la ciudad fue asediada por el khan tártaro Djani Beck, quien se vio obligado a levantar el sitio cuando una misteriosa plaga –la temible peste negra– comenzó a matar sin miramientos a sus tropas. Al general se le ocurrió entonces la brillante y terrible idea de lanzar al interior de la ciudad mediante catapultas los cadáveres pestilentes de centenares de sus soldados, treta mediante la cual pretendía “envenenar a los cristianos” y, como si de una pionera guerra bacteriológica se tratara, logró que la muerte negra penetrara en Caffa. Después, doce galeras ocupadas por genoveses que habían contraído la enfermedad arribaron al puerto de Mesina (Italia) en octubre de 1387 y propagaron la peste de forma increíblemente rápida, mientras otros barcos, también infectados, llegaban desde Oriente a Génova y Venecia. Cuando las autoridades genovesas reaccionaron ya era demasiado tarde. Nada ni nadie podía detener ya a la peste. Fortaleza en la antigua Caffa, lugar de origen de la peste Comienza la plaga Los primeros síntomas de la enfermedad consistían en fiebre elevada y escalofríos, que en ocasiones se confundían con los de otras enfermedades. Poco después hacían acto de presencia angustia y ansiedad, unidas a un aumento de la fiebre, mareos y vómitos. El paciente, que vivía en una estado de postración constante, perdía en ocasiones el conocimiento, todo ello en medio de fuertes sudores que desprendían un profundo y particular olor, según los cronistas “similar al de la paja podrida”. A ello se unían terribles dolores de cabeza, desnutrición, sensación de asfixia, grandes temblores y una lengua pastosa y blanquecina. Pero, aunque desagradable, aquello no era lo peor: pronto aparecían hinchazones en las ingles, bajo las axilas o detrás de las orejas –allí donde se encontraban los ganglios linfáticos–, signos inequívocos de que la letal enfermedad estaba actuando. En ocasiones alcanzaban el tamaño de una manzana o un huevo, por lo que el vulgo comenzó a llamarlos “bubones”, palabra derivada del griego boubon –bulto, tumor–, que dio origen a la denominación de “peste bubónica”, también conocida como “peste negra”, pues los bultos, manchas y úlceras adquirían un color negruzco. No era extraño que los bubones supurasen, generando un horrible hedor y, si llegaban a romperse, producían en el paciente un dolor prácticamente indescriptible. Cuando la infección derivaba en infección pulmonar –la conocida como variante neumónica–, el paciente tenía pocas posibilidades de salir con vida, además de convertirse en peligroso foco de contagio, al poder transmitir la enfermedad por el aire, a través de la tos, de forma similar a la gripe. Cuando esto sucedía el enfermo presentaba bronquitis aguda, dolor en el tórax e incluso broncopulmonía de tipo hemorrágico que provocaba que expulsara esputos sanguinolentos. Grabado medieval en el que se pueden apreciar los bubones en los afectados por la terrible epidemia. Otra de las consecuencias de la peste bubónica era el delirio –delirium–, un estado alucinógeno generado por la fiebre que provocaba en muchos casos que algunos enfermos sufrieran accidentes e incluso se suicidaran. La arcaica medicina de los galenos de la época atribuía el contagio al aire viciado y a la falta de salubridad en las ciudades –lo cual no era del todo desacertado–, pero no sería hasta 1894 cuando se descubriera finalmente el mecanismo de contagio de la peste: la pulga de la rata negra –rata de cloaca– o xenopsylla cheopis. La enfermedad pasó a denominarse entonces Yersinia Pestis, en honor a su descubridor, el suizo Alexandre Yersis, discípulo de Pasteur, quien realizó sus investigaciones durante un brote epidémico que azotó Hong-Kong a finales del siglo XIX. Sin embargo, en la Baja Edad Media se creía que el mal se debía, cuando no a la ira de Dios, a una descompensación de los humores del cuerpo, cuando no a un castigo divino. En una crónica de la ciudad de Mallorca se puede leer que “Las enfermedades que ahora hay vienen y proceden de la superabundancia de sangre, como los dichos médicos dicen y de eso tienen experiencia”. La extracción de esta sangre corrupta era uno de los remedios más utilizados por los galenos y las sangrías se convirtieron en algo común para aliviar los síntomas de los apestados, bien rajando con bisturí o aplicando sanguijuelas sobre la zona afectada, remedio bastante desagradable, pues éstas pueden aumentar hasta ocho veces su propio peso durante la succión. A la larga las sangrías eran una pésima solución, pues dejaban al enfermo más debilitado y por tanto con más riesgo de morir. Un infierno se abate sobre la Tierra Los roedores campaban a sus anchas por unas ciudades llenas de suciedad, donde la higiene personal dejaba mucho que desear y en una época en la que se llegó a aconsejar, por ejemplo, lo que recogía la siguiente receta: “Bañarse es cosa muy dañosa, pues el baño hace abrir las porosidades del cuerpo por las cuales el aire corrompido entra y produce fuerte impresión en nuestro cuerpo o en nuestros humores”. En un escenario de tales características la enfermedad tuvo el campo libre para actuar impunemente, sembrando el caos, el terror y la muerte allí por donde pasaba. Nadie creía que las ratas eran en parte las culpables de su transmisión y el hombre estaba acostumbrado a convivir con estos roedores, que se hallaban por todas partes. En los barrios pobres y degradados se hacinaban las gentes humildes siendo un potencial foco de infección. Por si esto fuera poco, Europa estaba sumida en uno de los peores conflictos de la historia: la Guerra de los Cien Años (1339-1453) entre Francia e Inglaterra. Las bajas eran a veces muy numerosas y los campos quedaban regados de cadáveres mutilados y mal enterrados que, una vez corruptos, contribuían a expandir la pandemia. La muerte negra sumió a reinos y ciudades enteras en la más absoluta ruina y decadencia, y sus efectos fueron atroces, como narró la pluma del genial escritor italiano Giovanni Boccaccio. Los cementerios eran insuficientes para enterrar a los miles de cadáveres que se hacinaban y la burocracia se paralizó casi por completo en las grandes urbes. Para muchos historiadores, la epidemia fue el comienzo del fin del feudalismo. La propagación de la peste provocó también el estallido de focos revolucionarios y grandes desórdenes en importantes núcleos urbanos –como en Flandes y en algunas ciudades italianas–. Las revueltas fueron constantes y en algunos casos llegaron a alcanzar cotas de gran dramatismo, como en la Ciudad Eterna. "La danza de la muerte" fue reproducida en pinturas y grabados Las cifras de defunciones hablan por sí solas. Los venecianos morían en la increíble proporción de 600 personas al día. Se estima que Inglaterra perdió el 25 por ciento de su población –en verano de 1348 eran enterrados casi 300 cadáveres al día– y Escocia prácticamente un 30 por ciento. El espectro de la peste fue aún más voraz en Francia y Alemania, donde acabó con la vida de nada menos que el 50 por ciento de su población. Muchas ciudades vieron impotentes cómo sus habitantes disminuían drásticamente. Florencia, con 100.000 habitantes, perdió a la mitad de su población. En Venecia falleció el 60 por ciento de la población –moría la increíble proporción de 600 personas al día– y en Avignon la mitad de sus habitantes. En la sede pontificia, en sólo 6 semanas, 11.000 personas fueron enterradas en un mismo cementerio. Se decidió entonces que el Papa, Clemente VI, bendijera el Ródano e incontables cadáveres se arrojaron al río, que sirvió como sepultura. Sin embargo, aquella precipitada y desesperada acción contribuyó a expandir también la epidemia. La península Ibérica tampoco se libró del impacto epidémico y en algunas ciudades desapareció más de la mitad de la población, como en Barcelona, donde murieron 38.000 de sus 50.000 ciudadanos. En el Reino de Mallorca, fallecieron alrededor de 9.000 personas. Y la lista es interminable y realmente estremecedora. Aunque muchos historiadores afirman que desapareció a causa de la plaga el 30% de la población europea, algunos creen que esta tasa llegó a alcanzar el 50%, algo que nunca sabremos con certeza pero que pone igualmente los pelos de punta. Nada a lo largo de la Historia, ni guerras, ni catástrofes naturales, ni siquiera armas de destrucción masiva, han provocado una mortandad tan alta como la peste negra del medievo. Combatir la enfermedad La mayor parte de los “médicos” que ayudaron a los apestados eran voluntarios, pues los doctores cualificados por lo general huían, sabedores del peligro que corrían. Para poder ayudar a los apestados y evitar contagiarse, los médicos con el tiempo se protegerían con una vestimenta realmente esperpéntica, que les daba un aspecto algo grotesco. Convencidos de que la enfermedad se transmitía a través del olfato, idearon una máscara que acababa en forma de largo pico de ave –quizá porque al comienzo de la enfermedad se creía que ésta era diseminada por los pájaros y dicha máscara ayudarían a espantarlos–, en cuyo interior introducían distintas hierbas aromáticas que servirían –o eso creían– para neutralizar el aire corrupto y que éste no se introdujera por sus fosas nasales. El fuerte influjo de las creencias supersticiosas de la época provocó que los doctores llevasen también unos anteojos negros sobre la máscara que creían eran un eficiente amuleto contra el “mal de ojo”, pues no obstante la muerte negra era considerada una plaga maldita. Además, una larga túnica también de color negro cubría su cuerpo, un enorme sombrero protegía su cabeza y portaban una larga vara o bastón de madera y guantes para no entrar en contacto directo con los apestados. Su aspecto grotesco advertía a los transeúntes, de forma indirecta, del peligro de contraer la enfermedad. Un médico de la peste con su extravagante vestimenta Con la intención de evitar la dispersión de la pandemia, los cadáveres eran sacados con carretillas fuera de las ciudades, donde se introducían en grandes fosas para ser quemados después. No obstante, durante el tiempo que permanecían a la espera de ser calcinados –varios días debido a la falta de enterradores–, la putrefacción contribuía a propagar aún más el mal. Procesiones, mártires y flagelos Bastaron apenas dos o tres años para diezmar Europa, lo que generó dos tendencias realmente opuestas de asimilar lo ocurrido entre las gentes: muchos se dieron al libertinaje, a la bebida y al sexo desenfrenado –incluidos un gran número de clérigos–, que adoptaban esta actitud ante la brevedad de la vida y el acecho inevitable de la muerte; otros, por el contrario, se dedicaron a la existencia beatífica, a la contemplación espiritual, el pietismo y la penitencia. Flagelantes en plena acción fustigadora Creían que la peste bubónica no era sino una especie de plaga bíblica que se abatía sobre los hombres para castigarlos por sus pecados. Este clima de histeria y fanatismo religioso provocó que muchas personas comenzaran a automutilarse como forma de redención y penitencia. Se hicieron muy populares las llamadas procesiones de flagelantes, que recorrían ciudades y pueblos azotándose con varas y látigos cual si del mismísimo Juicio Final se tratase, desgarrando sus carnes e implorando el perdón entre charcos de sangre. Los penitentes se fustigaban con látigos de cuero anudados con pinchos de hierro. Algunos sufrían graves heridas entre los omoplatos, y algunas mujeres, extasiadas, recogían la sangre con sus propios vestidos y se la pasaban por los ojos, al creer que era milagrosa. Creían que con esa durísima penitencia se conseguiría mitigar la ira de Dios y aplacar de esta forma la peste. En procesiones que reunían hasta 1.000 fieles, los flagelantes se imponían caminar durante 33 años y medio como los años que vivió Jesucristo. Sin bañarse, abandonando sus bienes y sin practicar sexo, marchaban de ciudad en ciudad realizando actos que hoy catalogaríamos de masoquistas, ante la muchedumbre enfervorecida. Procesión de flagelantes, por Goya Las gentes imploraban al cielo, sacaban las reliquias de las iglesias, se realizaban rituales eclesiásticos, se celebraban múltiples misas… Sin embargo, estos multitudinarios actos facilitaron en muchas ocasiones la expansión de la enfermedad. Por su parte, los astrólogos y algunos médicos creían que la causa de la peste, de los “efluvios malignos del aire”, se encontraba en la influencia de los astros ¡siempre los astros! concretamente en la nefasta conjunción de los planetas Júpiter, Marte y Saturno y también al efecto negativo de eclipses y cometas –al menos esa fue la respuesta que dieron los físicos de la Sorbona al rey francés Felipe VI cuando planteó qué había provocado la corrupción del aire–. En medio de este catastrofismo cogieron fuerza las interpretaciones más descabelladas, como que el mal se producía “por malvados hijos del diablo que con ponzoñas y venenos diversos corrompen los alimentos”, según reza un escrito contemporáneo. En 1348 la peste negra recorrió a toda velocidad –algo que no se explican algunos investigadores y estudiosos de la Medicina–, sembrando la muerte y la destrucción, un largo camino que iba de Sicilia a Inglaterra, hasta alcanzar su clímax. Fue entonces cuando en Italia las autoridades de la ciudad de Pistoia, convencidas de que Dios estaba castigando al mundo, creían que la ciudad debía purgar sus pecados. Se publicaron ordenanzas que prohibían el juego, la blasfemia y la prostitución. Normas que se empezaron a aplicar en diferentes ciudades y países. En Alemania las brutales torturas de los flagelantes impactaron sobremanera a las gentes. Era creencia común que la sangre de los mártires era sagrada, por lo que poco a poco este movimiento heterodoxo fue sustituyendo en amplios lugares a la religión oficial, cuyas plegarias no evitaban la muerte de nadie. Miles de fieles seguían en masa a estos personajes, muchos de los cuales se creían dotados de gracia divina a través del sacrificio de su sangre y afirmaban ser capaces de realizar milagros en nombre de Cristo. Aseguraban que los niños fallecidos podían revivir en su seno y el pueblo creía que algunos animales hablaban gracias a su intercesión. Estas asombrosas “facultades”, fruto sin duda del fanatismo y la superstición, no evitaron sin embargo que los cadáveres siguieran amontonándose en las calles. Los cristianos comunes creían que las procesiones de los flagelantes eran una especie de purificación espiritual que también los elevaba a ellos. El pueblo asociaba su llegada a la desaparición de la terrible enfermedad, por lo que el papa Clemente VI comenzaba a inquietarse. El fanatismo era cada vez más extremo y, para que el Todopoderoso perdonara al hombre, al pecador, en varios lugares se expulsó de las ciudades a las prostitutas y a los judíos –el colectivo más perseguido–, que en ocasiones eran quemados vivos, como si fueran brujas. Pogromos y persecución religiosa Para los cristianos medievales los hebreos eran quienes más ofendían a Dios, pues los consideraban los responsables de la crucifixión de Jesús –lo que había despertado la ira divina provocando la epidemia–, así que el odio popular, alimentada por los sermones de curas exaltados y de los flagelantes, se volcó contra ellos. Marcados desde sus orígenes con el estigma de pueblo maldito, el hecho de mantener sus costumbres, su lengua y religión, apartados del resto, les convertía en foco habitual de la ira de los cristianos. Además, practicaban el préstamo de dinero y recaudaban impuestos para la nobleza, lo que para una población que no admitía por principio religioso la usura, constituía toda una verdadera afrenta. Con la llegada de la muerte negra, el odio que se sentía hacia este colectivo desde hacía siglos se volcó contra ellos. Miles de miembros de este colectivo fueron apaleados y masacrados, en brutales pogromos –persecuciones– por todo el continente. Se les acusaba de algo realmente pintoresco: los hebreos, en medio de un complot pergeñado al parecer por los judíos de Toledo, habían envenenado el agua de los pozos y fuentes de toda la Cristiandad y corrompido el aire, lo que había provocado la peste. Se les sometió a terribles torturas para que confesaran que todos los hebreos eran culpables de conspiración. Esto provocó grandes matanzas en Carcasona y en Narbona, entre otros lugares. En los guetos millares de personas fueron descuartizadas, degolladas y quemadas vivas por los cristianos. En enero de 1348, 600 judíos fueron quemados vivos en Basilea, matanzas que se repitieron en Zurich y Chillon y que se avivaron en la Corona de Aragón, donde muchos miles fueron pasados a cuchillo. En mayo la aljama judía de Barcelona fue devastada por completo, extendiéndose el odio antisemita a ciudades como Cervera, Tárrega o Lérida. A pesar de que el papa Clemente VI, desde Aviñón –entonces sede pontificia–, hizo un llamamiento a la población y mediante una bula prohibió las matanzas, los saqueos y la conversión forzosa de los judíos sin juicio previo, afirmando que éstos enfermaban igual que el resto de la población, lo que hacía improbable que fueran los responsables, las persecuciones continuaron, si cabe con más inquina. El día de San Valentín de 1349, los ciudadanos de Estrasburgo reunieron a 2.000 judíos que acabaron ardiendo en la hoguera. El caos se apoderó de toda Europa, los saqueos fueron cada vez más frecuentes y la violencia se convirtió en una amenaza aún más terrible que la peste. El principio del fin Los flagelantes comenzaron a alejarse de su original pietismo y a abandonarse a las orgías, copulando con las mujeres en público completamente ebrios. Muchos maleantes y delincuentes se unieron al movimiento, y saqueaban las Iglesias por las que pasaban. Finalmente, Clemente VI publicaría otra bula en 1349 -Inter sollicitudines-, donde condenaba al movimiento como herético, y acusaba a sus miembros de cometer crímenes que “hacían enojar a Dios”. Algunos de los cabecillas fueron apresados y decapitados en presencia de sus seguidores, y aunque la secta no desapareció por completo, poco a poco fue perdiendo fuerza, al tiempo que desaparecían los terribles efectos de la enfermedad. Flagelantes Aquellos judíos que no habían sido asesinados o muertos por la peste, tuvieron que abandonar su hogar y exiliarse. A finales del siglo XIV, en amplios territorios de Francia, Inglaterra y Alemania ya no había ninguno. Sin embargo, éstos fueron acogidos en Cracovia (Polonia), por el rey Casimiro el Grande. Nadie creía entonces que en pleno siglo XX la comunidad hebrea volvería a ser masacrada, esta vez por la ira de los nazis. La terrible plaga había dejado su huella de muerte y destrucción a lo largo de miles de kilómetros, atormentando el alma de millones de personas y diezmando casi a la mitad la población europea. Con el tiempo los hombres volverían a tomar el control de la situación, pero ya nunca volverían a ser los mismos. Ahora conocían las llamas del infierno. El poeta italiano Petrarca cantó como nadie el sufrimiento y la pena, la pérdida de los seres queridos que causó la peste bubónica: “Considera lo que hemos sido y lo que ahora somos… /¡Dónde estáis amigos queridos!/ ¡dónde los rostros amados!/ Éramos una multitud, ahora estamos casi solos…”. Óscar Herradón. Artículo publicado en la revista ENIGMAS Todos los derechos reservados. ************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************ Comentarios : 9 Comentarios » Categorías : Uncategorized -------------------------------------------------------------------------------- Gilles de Rais, bailando con el diablo 19 02 2009 En la Francia del siglo XV vivió una terrible y siniestra figura que, tras alcanzar las más altas cotas de poder, se adentró en una vorágine de sangre, locura y muerte cuyas principales víctimas fueron niños de corta edad. Gilles de Rais, mariscal del país galo y lugarteniente de Juana de Arco, forma parte por derecho propio de los anales de la sinrazón humana. Quien habría de convertirse en uno de los asesinos en serie más atroces de la historia bajo el sobrenombre de “Barbazul” inspirando relatos como el homónimo de Charles Perrault, parece ser que nació en la Torre Negra del castillo de Champtocé, situado en Bretaña, a la orilla del río Loira, el año 1404. Existen investigadores, sin embargo, que apuntan que llegó al mundo en el castillo de Machecoul. Hijo de Guy II de Laval y Marie de Craon, era el heredero de una de las más importantes familias de Francia, dueña gracias a diversos matrimonios estratégicos de grandes extensiones de tierras e innumerables títulos nobiliarios que contribuirían a su ascensión. Ruinas del castillo de Champtocé, en cuya torre negra nació Gilles Su padre, Guy II de Laval, se casó con Marie de Craon, la hija de uno de sus peores enemigos, Jean, una unión que puso fin a una disputa hereditaria y que hizo que Guy mudara su apellido por el de Rais, ducado que heredó entonces. Su primogénito, Gilles, vino al mundo en otoño de ese mismo año, y dos años después su hermano René de Susset. Los impredecibles caprichos del destino quisieron que los hermanos de Rais quedaran huérfanos cuando contaban pocos años de edad. Durante el transcurso de una cacería, el 28 de septiembre de 1415, por los alrededores de Champtocé, Guy de Rais fue herido de muerte por un jabalí. En medio de su lenta agonía, el joven Gilles de once años no quiso separarse de su padre, observando impasible cómo sus vísceras se le salían del vientre entre borbotones de sangre. Quizá la visión de su progenitor eviscerado quedó grabada a fuego en su perturbada mente, e influyó en su posterior orgía de sangre y muerte. La adolescencia salvaje Poco tiempo después fallecía Marie y los huérfanos de Rais pasaban a ser tutelados por su abuelo materno, Jean de Craon, en contra de las últimas voluntades de Guy de Laval, un hombre sombrío y vengativo que adiestraría a los jóvenes en el manejo de las armas y la brutalidad, descuidando su formación. Bajo la tutela del viejo Craon, Gilles desató su furia e indisciplina, haciendo y deshaciendo a su antojo sin que nadie pudiese controlarle, convirtiéndose en un pérfido personaje que se creía, por su estirpe, con derecho casi divino a todo tipo de excesos. A todo ello unía un egocentrismo y narcisismo que sorprendían a sus contemporáneos. No obstante, la figura del abuelo, que hizo de René su favorito, rondaría como un fantasma la existencia de Gilles, temiéndole por encima de todo. En la fastuosa biblioteca de la casa Craon el temeroso joven descubrió una obra que le marcaría para siempre: La vida de los doce Césares, de Suetonio. Las bacanales, excesos y orgías de sangre de personajes como Tiberio, Calígula o Nerón le ofrecieron un modelo a imitar que él llevaría al extremo de la perversión. Cuando contaba con 14 años de edad, fue proclamado caballero, y comenzó a adiestrarse de manera cada vez más exhaustiva en el arte militar. Cansado de practicar la esgrima y otros ejercicios con muñecos fabricados al efecto, decidió retar a un joven a su servicio, Antoine, a una lucha cuerpo a cuerpo con dagas. La habilidad de Gilles hizo que el joven cayera en poco tiempo inerte al suelo, mientras se desangraba a causa de un profundo tajo en su desnudo cuello. La visión de la sangre volvió a fascinar a Gilles, que observó la agonía del muchacho sin pedir auxilio y que salió indemne de aquél lance gracias a la influencia de su abuelo, que pagó una miserable suma a la familia del malogrado chico. La guerra y la Doncella de Orleáns Frío y calculador, Jean de Craon, que pretendía aumentar la influencia y las tierras de la familia, decidió que su sobrino mayor tomara en matrimonio a una gran dama de la nobleza, Catherine de Thouars, tras varios intentos desafortunados con otras aspirantes. Ante la negativa del padre, Jean decidió raptar a Catherine y casarla en secreto con Gilles. Cuando algunos de sus familiares se presentaron en Champtocé para rescatarla, el viejo sátrapa los redujo y los encerró en las mazmorras, causando la muerte de uno de ellos, tío de la muchacha, por inanición. Escudo con el emblema de Gilles de Rais No obstante, a Gilles parece ser que no le atraían en absoluto las mujeres, y algunos autores señalan que durante su adolescencia mantuvo relaciones homosexuales con diversos jóvenes, entre ellos con su primo Roger de Bricqueville, compañero de sus futuras sangrías. Nueve años habría de esperar la pareja para que naciera su única hija, Marie, en 1429. Pero aún faltaba mucho para aquello y tiempo antes del accidentado enlace, cuando contaba con dieciséis primaveras, el joven Gilles vio cumplido su ansiado sueño: su bautismo de fuego en el campo de batalla. En medio de la terrible guerra de los Cien Años que enfrentó a Inglaterra y Francia, el duque de Bretaña fue capturado y encerrado en el castillo de Chantoceau. Presto se aventuró Gilles al frente de un pequeño ejército hacia la fortaleza, rindiendo la plaza y liberando a su señor, lo que le granjeó una gran fama entre los franceses por su valentía y ferocidad contra el enemigo, nombrándole el duque uno de sus lugartenientes. Retrato que representa a Gilles En 1424, cuando cumplió los 20 años, fue reconocido mayor de edad y no tardó en reivindicar sus derechos sobre el patrimonio familiar, con la consiguiente animadversión de su abuelo. Obsesionado con la guerra, empleó una gran cantidad de dinero en levar soldados y contratar mercenarios que le acompañasen en sus escaramuzas militares para labrarse un nombre, consiguiendo varias victorias frente a los ingleses al servicio del delfín Carlos, al que apoyaba frente a Enrique V de Inglaterra, que reclamaba el trono galo. Fue pocos años después, en 1429, cuando comenzó a alcanzar notoriedad en Francia una joven doncella que decía escuchar voces divinas, Juana de Arco. Al parecer, esas voces pertenecían a las santas Catalina y Margarita, que le tenían reservada una importantes misión. Más tarde afirmaría haber visto al arcángel San Miguel acompañado de una cohorte de ángeles del cielo, quien la instó a que se pusiera al frente de un ejército y liberase Orleans de manos inglesas. Tras no pocas vicisitudes la joven Juana logró convencer al delfín Carlos en Chinon de ponerla al frente de sus tropas, no sin antes ser sometida a los dictados de un tribunal inquisitorial que sentenció a su favor. Gilles de Rais, fascinado por la presencia beatífica de Juana, quedó prendado de la joven y se entregó a su causa en cuerpo y alma, convirtiéndose en su protector. Las victorias, ante la incredulidad de unos y la pasión desaforada de otros, no tardarían en llegar, y Juana de Arco logró la gran gesta de rendir Orleans y entregársela al delfín de Francia. Carlos VII, rey de Francia gracias a la gesta de Juana de Arco Tras varias batallas decisivas, en las que la Doncella de Orleans estuvo a punto de perder la vida, ésta logró su objetivo: entrar en Reims acompañando al delfínpara ser consagrado y coronado como Carlos VII. Por su parte, Gilles de Rais fue nombrado mariscal de Francia, el personaje más importante del país después del rey. Sin embargo, y como es harto conocido por todos, Juana de Arco comenzó a ser un personaje incómodo para el nuevo rey y al final el hombre que debía su corona a la campesina de Domrémy la dejó abandonada a su suerte ante los borgoñeses, al servicio de Inglaterra. Gilles de Rais, que no sabía lo que era la compasión y el amor hasta que conoció a la santa, conminó Carlos VII a ayudarle a rescatarla, a lo que se negó el monarca galo. Gilles, perplejo ante la cobardía de su señor, increpó a éste en voz alta con unas palabras que, aunque puede que apócrifas, ya forman parte de la historia: “¿Quién es este rey que niega a su salvadora la posibilidad de ser recuperada de manos inglesas?; Sólo sois un miserable bastardo que se sirvió de la pureza demostrada por la doncella para alcanzar sus fines. ¡Os desprecio!”. Tras ello, arrancó sus emblemas y partió raudo hacia el castillo de Rouen, en Normandía, donde estaba internada la doncella. Finalmente, Juana de Arco sería juzgada en un juicio sumarísimo en el que demostró una gran entereza, para ser acusada finalmente –tras firmar una declaración de culpabilidad con la esperanza de recibir un mejor trato de sus carceleros– herejía, apostasía e idolatría. Su castigo: ser quemada en la hoguera. Existen versiones contradictorias sobre el papel de Rais a la hora de intentar salvar a su “amada”. Algunos investigadores afirman que no llegó a tiempo, sin embargo, pasaron varios meses hasta que Juana fue reducida a cenizas y Gilles no hizo acto de presencia en Rouen. Sea como fuere, la versión más extendida afirma que el temible mariscal llegó ante el cadalso con el cuerpo ya calcinado de su admirada dama, y aquella fue la visión que quizá acabó enajenándole por completo. Juana de Arco en la hoguera, en La Plaza del Viejo Mercado en Rouen Viaje a las profundidades del averno Tras la ejecución de Juana, el 30 de mayo de 1431, Gilles de Rais se retiró a sus dominios y se entregó a una orgía de sangre que no tuvo parangón hasta su muerte. El 15 de noviembre de 1432 falleció su abuelo, la única persona capaz de controlar sus impulsos homicidas. A partir de entonces el mariscal se entregó por completo a sus depravados deseos. Aunque en el posterior juicio contra su persona se descubriría que Gilles había cometido ya varios crímenes con anterioridad a 1431, fue tras aquella fatídica fecha cuando dio rienda suelta a su sadismo. Rodeado de una camarilla de fieles –y quizá atemorizados– servidores, se dedicó por entero a raptar a niños y niñas de corta edad –de entre 8 y 12 años normalmente– a los que vejó y arrebató la vida de forma salvaje. Fieles al señor de Laval fueron sus primos Roger de Bricqueville –su ayudante más fiel– y Gilles de Sillé, quien asumió en un comienzo el secuestro de los niños y niñas que servirían para los denigrantes festejos de su amo. En un segundo grupo se encontraban Henriet Griart y Étienne Corillaut –Poitou–, que habían entrado al servicio de Gilles como criados cuando aún era un adolescente, y la siniestra Perrine Martin, alias “La Meffraye”, una despiadada mujer que secuestró a no pocos inocentes para obtener el favor de su señor. Instrumentos de tortura Durante aquellos años de penumbra, el señor de Rais dilapidó su fortuna en constantes festejos y orgías que nada tenían que envidiar a las de sus emulados emperadores romanos. En 1434, como homenaje a su inolvidable Doncella de Orleans, realizó el montaje teatral más espectacular que había contemplado Europa hasta entonces: El misterio del sitio de Orleans, que se estrenó en dicha ciudad en primavera de 1435. Fue el último gesto honorable de su vida. La mayoría de sus crímenes los cometió Gilles de Rais en los castillos de Tiffauges, Champtocé –donde comenzó su carrera criminal–, Machecoul y en la casa de la Suze, en Nantes, entre 1432 y 1437. Se estima que a lo largo de una década desaparecieron en la región dominada por el varón de Laval alrededor de mil niños y niñas, de los que una buena parte sin duda fueron víctimas del todopoderoso mariscal. No existen cifras exactas sobre el número de crímenes que cometió, aunque en el sumario del juicio contra su persona se contabilizaron unos jsdf crímenes. Parece ser que su primera víctima –si exceptuamos a Antoine– fue un aprendiz de curtidor de 12 años, que fue engañado por Guillaume de Sillé. Ruinas del castillo de Tiffauges, perteneciente a Gilles El grupo de lacayos raptaba a niños unas veces con engaños a sus padres –entrar a servir a un gran señor en tiempos de guerra y hambruna era un privilegio–, y otras simplemente haciendo uso de la fuerza. Una vez en el castillo, los criados vestían al pequeño con ropajes de lujo, prometiéndole todo tipo de regalos si se portaba bien, invitándole al banquete y dándole de beber, según recoge el sumario, vino con especias. Gilles se excitaba viendo cómo sus sirvientes abusaban sexualmente del pequeño o pequeña, y frotaba posteriormente su sexo contra ellos, violando a los pequeños. Cuando éstos gimoteaban o chillaban ordenaba colgarlos del cuello, para acallarlos y violarlos en esta terrible postura. A continuación solía rajar su vientre y eyacular, excitado únicamente ante la visión de sus vísceras en el suelo de la estancia. En otras ocasiones se sentaba sobre el pecho de los inocentes muchachos tras cortarles el cuello, para disfrutar de su agonía mientras se desangraban. Sólo la visión de su sufrimiento, la sangre y la muerte lograban excitar al despiadado mariscal. Después de realizar su brutal carnicería, Gilles ordenaba a sus sirvientes que metieran los cadáveres en sacos e hicieran desaparecer los restos. Montones de cráneos y huesos se amontonaban en los calabozos de sus propiedades en medio de un olor pestilente sólo comparable al del castillo de Csejte, donde la siniestra condesa húngara Elizabeth Bathory, un siglo después, se entregó a una carnicería igual o más brutal que la del egregio francés. Satanismo y experimentos alquímicos La orgía de sangre adquirió tintes satánicos cuando Gilles hizo venir de Florencia en 1437 a un alquimista a instancias del corrupto sacerdote Eustache Blanchet, quien probablemente desconocía los crímenes del mariscal. El iniciado era un joven de 22 años, de nombre Francesco Prelati, quien convenció a De Rais de la necesidad de realizar experimentos alquímicos para obtener la tan ansiada transmutación de los metales que devolviera la riqueza perdida al señor de Laval, construyendo laboratorios dedicados expresamente a ello. Fue entonces cuando entró en juego un demonio de nombre Barron quien, según Prelati, le otorgaría un gran poder si realizaba sacrificios en su nombre –algo que el italiano desmentiría en el proceso–. Al parecer lo habían invocado en el gran salón del castillo de Tiffauges, dibujando un gran círculo de cinco puntas en el suelo y adfjasf conjuros recogidos en un gran volumen con páginas escritas en rojo. Fue entonces cuando Gilles realizó el obligado “pacto con el Diablo” que le otorgaría el poder absoluto. No fue la única vez que De Rais bailó con el maligno, pues en una ocasión Blanchet le había presentado a un nigromante, de nombre Rivière que, armado con un escudo y una espada, llevó al grupo a un claro del bosque con intención de ir en busca de Satán. Fue una estratagema por la que el antaño glorioso militar perdió una suculenta cantidad de dinero. Al parecer, en la ceremonia orquestada por Prelati, el demoníaco Barron no hizo acto de presencia, aunque una terrible tormenta se abatió sobre Tiffauges; el mago italiano le dijo entonces al mariscal, quizá ignorando sus terribles crímenes, que debía ofrecerle al escurridizo ser el corazón, los ojos y los órganos sexuales de un niño. Ni harto ni perezoso el señor de Laval así lo hizo. A la brutalidad de sus asesinatos seguían periodos de doloroso arrepentimiento, donde Gilles simulaba hacer actos de auténtica contricción cristiana, que le llevaron incluso a fundar, en un ejercicio de cinismo sin límites, una residencia de acogida para niños huérfanos en sus dominios al que dio el nombre de “Los Santos Inocentes”. Inocentes a los que no dudaba en masacrar cuando caía la noche… Mientras tanto, Gilles de Rais perdía cada vez más propiedades, que compraba el duque de Bretaña, y tanto su hermano René como su esposa e hija, a las que no veía desde hacía años, hicieron un llamamiento incluso al rey para que le impidiese derrochar en su totalidad la hacienda familiar. Nada podía hacer el varón por salvar su alma, ni sus riquezas… Elizabeth Bathory, la "Condesa de Hierro", otra de las grandes asesinas en serie de la Historia Juicio, arrepentimiento y derrota Debido a su importancia entre la alta nobleza francesa Gilles de Rais pudo disfrutar durante años de impunidad para cometer sus atrocidades, pero una carrera criminal de tal envergadura no podía sino acabar despertando las sospechas de las autoridades. El obispo de Nantes, Jean de Malestroit, comenzó a recopilar múltiples testimonios y denuncias sobre las actividades del mariscal, extrañado por las desapariciones de tantos y tantos jóvenes. Cometió un error fatal cuando, completamente alcoholizado y arruinado, se enfrentó a Guillaume Le Ferron, al servicio del duque de Bretaña, osando incluso encerrar al hermano de Guillaume, Jean, que era sacerdote, en su castillo. Había cometido un delito civil y otro eclesiástico, y fue la oportunidad de Malestroit de detenerle y llevarlo a juicio. Pero Gilles llegó más allá, encerrando al sargento mayor de Bretaña, Jean Rousseau, cuando fue en calidad de mensajero del duque Juan V. Finalmente optó por soltar a los prisioneros, pero Juan V ordenó a su canciller, Pierre de l´Hospital, que continuara con las pesquisas iniciadas por el obispo de Nantes. Más inteligentes que su señor, cuando se supieron en peligro, los primos del mariscal, Roger y Sillé, decidieron huir, sin que se volviera a saber nada nunca más de ellos. Mientras tanto, De Rais se entregó de forma compulsiva a la bebida, mostrando síntomas de una demencia que no tardaría en causar estragos en su mente. Confirmadas las sospechas, el 13 de septiembre de 1440 una compañía de soldados enviada por el duque de Bretaña, al mando del capitán Jean l´Abbé y del delegado episcopal Robin Guillaument, se personó ante el castillo de Tiffauges para apresar a Gilles de Rais, acusado del triple delito de asesinato, hechicería y sodomía. Su suerte estaba echada. Primero se desarrolló el proceso eclesiástico, cuyo tribunal estaba presidido por el obispo de Nantes. Gilles compareció ante los jueces el 19 de septiembre de 1440 y la acusación formal contra él se componía de cuarenta y nueve actas redactadas por el fiscal público Guillaume Chapeillon, licenciado en derecho por la Universidad de la Sorbona. Tras declarar los imputados, Perrine Martin –quien se suicidó antes de subir al cadalso–, Griart y Poitou, confesando las terribles atrocidades cometidas con los infantes, le llegó el turno al terrible mariscal del infierno. En un principio se negó a confesar, pero tras ser excomulgado –algo que le atormentaba sobremanera– decidió confesar de sus horrendos crímenes. Tras el proceso eclesiástico vendría el civil; De Rais fue condenado a morir en la horca, no sin antes ser acogido de nuevo en la Iglesia católica, debido a su “sincero” arrepentimiento. Henriet y Poitou, por su parte, corrieron la misma suerte que su señor, pero mientras éste pudo ser enterrado en suelo cristiano, en el monasterio del Carmelo en Nantes, las cenizas de estos dos últimos fueron arrojados al río Loira. Eustache Blanchet fue desterrado y obligado a pagar una multa de trescientas coronas de oro, mientras que Francesco Prelati fue condenado a cadena perpetua en una cárcel eclesiástica y a someterse a severos castigos físicos, además de ser alimentado únicamente a pan y agua. Rais pagaría sus crímenes con la muerte Como ejemplo de la locura homicida de Gilles de Rais, quedaron para la historia de la infamia las palabras de su secuaz Henriet Griart: “Algunas veces el Sire de Rais cortaba las cabezas de sus víctimas, otras veces cortaba las gargantas, otras veces los descuartizaba, otras les quebraba el cuello con un palo que torcía en forma de bufanda. Mi señor de Rais decía que sentía más placer al asesinar a esos niños, al ver sus cabezas y miembros separados de sus cuerpos y al verlos morir y ver correr su sangre que al trabar conocimiento carnal con ellos. Mi señor experimentaba a menudo placer mirando las cabezas que se habían separado de los cuerpos y alzándolas en sus manos para que yo o Poitou las viéramos […]. A continuación besaba la cabeza que a él le gustaba más y esto parecía proporcionarle un inmenso placer”. Óscar Herradón Artículo publicado en la revista ENIGMAS Nº 157 Todos los derechos reservados. Comentarios : 1 comentario Etiquetas: ASESINOS EN SERIE, CRIMENES, HISTORIA, INQUISICIÓN, satanismo Categorías : Uncategorized -------------------------------------------------------------------------------- Hollywood: Operación “Caza de Brujas” 6 02 2009 A finales de los años 40 tuvo lugar en Hollywood (EEUU) una persecución implacable contra todo aquel personaje del mundo del celuloide sospechoso de estar vinculado con el comunismo. Aquel triste episodio de la crónica estadounidense pasó a llamarse la caza de brujas, y supuso el fin de muchas y prometedoras carreras cinematográficas, además de un ataque directo contra los derechos civiles y la libertad de expresión… En los años 30 del pasado siglo Hollywood resplandecía como pocos lugares del planeta y toda la vorágine humana que lo habitaba –guionistas, actores, directores, buscadores de gloria, cazatalentos, magnates, vividores…– campaba a sus anchas por una ciudad, la“otra Babilonia”, en la que aparentemente todo estaba permitido. Nadie pensaba que en pleno período de Entreguerras, con el gobierno liberal relativamente “de izquierdas” de Roosevelt y su New Deal,un ataque de tal magnitud a la libertad de expresión y de asociación iba a sucederse en esa ciudad que reflejaba como ninguna el ansiado sueño americano. La gran caza de brujas hollywoodiense tuvo lugar entre los años 1947 y 1956, pero empezó a atisbarse mucho antes y se dejó sentir, aunque de forma más sutil, mucho tiempo después. El auge de los movimientos fascistas en Europa, unido al crack del 29 que arruinó a la mayoría de los americanos, fueron el caldo de cultivo idóneo para un acercamiento de amplios sectores de la sociedad estadounidense a las ideologías de izquierda y el comunismo. El Comité de la Primera Enmienda en plena protesta En 1932 un presidente demócrata, Franklin Delano Roosevelt, alcanzaba el sillón presidencial de los EEUU, el mismo año en el que Hollywood sufría un importante varapalo económico que provocó que la patronal de los grandes estudios redujera los salarios de los guionistas nada menos que un 50%. Debido a estas medidas, fue fundado el sindicato Screenwriters Guild –SGW–, controlado por cineastas de tendencias ideológicas de izquierda, entre otras organizaciones progresistas. En los años siguientes, varias iniciativas de la Administración Roosevelt, como la creación de puestos eventuales de escritores y artistas en paro o la fundación del Federal Theatre, que dio trabajo a unas 17.000 personas –centro de reunión de guionistas, actores y realizadores–, unido al desorbitado auge del sindicalismo,comenzaron a ser vistas como una amenaza entre la derecha. No obstante, el compromiso político de amplios sectores llevó a que se crearan organizaciones que luchaban contra la amenaza fascista europea, como el American Committee for Spanish Freedom, que se creó para ayudar ala República Española, inmersa en la Guerra Civil o la Hollywood Anti-Nazi League, que agrupaba a miembros de distintas ideologías, desde izquierdistas a reaccionarios de derechas –como Clark Gable o John Ford–. Estas y otras tantas instituciones serían años más tarde denunciadas por ser “controladas por los rojos” y servir de tapadera para las actividades llevadas a cabo por el Partido Comunista americano. Una tercera victoria consecutiva de Roosevelt en 1940 tendría como consecuencia un giro radical a la derecha no sólo de los enemigos declarados del New Deal,sino también de miembros del Partido Demócrata, el mismo año que se creaba en Hollywood la Motion Picture Alliance forthe Preservation of American Idealls, una organización de corte ultraderechista que aglutinaba en sus filas a personajes como Gary Cooper, John Ford o Robert Taylor. Gary Cooper ante la HUAC Comienza la caza La verdadera amenaza para los derechos civiles se produjo en 1938, con la creación formal de la Comisión de Actividades Antiamericanas –House Un-American Activities Committee, más conocida por sus siglas HUAC–, por la Cámara de Representantes estadounidense y que entonces era conocida como Comisión Dies, pues su presidente era el congresista texano Martin Dies. Ya entonces la Comisión comenzó a presionar al Consejo de Estado para que investigara si algunas organizaciones violaban las leyes federales, como el Partido Comunista de EEUU o el Bund Germanoamericano. Dichas organizaciones fueron investigadas por el FBI que dirigía entonces J. Edgar Hoover, declarado enemigo del comunismo desde 1919, año en el que sentenció que “el fascismo ha crecido siempre en las ciénagas del comunismo”. Sería la industria cinematográfica la que sufriría un mayor acoso por parte de la Comisión Dies, hasta el punto de que el antisemita y fascista Edward F. Sullivan llegaría a denunciar a mediados de los años 30 que “todas las fases de actividades radicales y comunistas florecen en los estudios de Hollywood”. En 1940, mientras era aprobada la ley Smitch Act, que prohibía la enseñanza de las doctrinas de Marx y Lenin en toda la nación, la Comisión enviaba 22 convocatorias a varios personajes del celuloide, obligados a comparecer, entre los que se encontraban Humphrey Bogart y el mejor gángster que ha dado la pantalla grande: James Cagney. Joseph McCarthy, el gran inquisidor Sin embargo, el acoso al comunismo sufrió un paréntesis con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y muchos de los grandes realizadores americanos, como John Ford, Frank Capra o William Wyler trabajaron para el Ejército en la lucha contra el nazismo, mientras actores, guionistas y otros profesionales de la industria repartían panfletos,organizaban mítines y convocaban manifestaciones en repulsa de la amenaza totalitaria proveniente de Europa. Sin embargo, a partir de 1945 y una vez acabado el conflicto, los viejos fantasmas de la derecha más reaccionaria, nunca dormidos, se despertaron y la Comisión volvió a organizarse mientras la persecución a los “amigos” del comunismo comenzaba a convertirse en una asunto de auténtica histeria en todo el territorio norteamericano. Aunque hacía tiempo que estaban siendo violados los derechos civiles de los americanos. En 1940, el Congreso de EEUU había aprobado la llamada Ley Voorhis, que obligaba a las organizaciones con fiscalización extranjera a inscribirse en un registro federal, mientras que la Ley Hatch prohibía a los funcionarios federales ser miembros de alguna organización o partido que “persiguiera la destrucción de la forma constitucional de gobierno”, mientras el FBI continuaba confeccionando listas negras de sospechosos. El fanatismo comenzaba a apoderarse de amplios sectores sociales, fanatismo que alcanzaría su cénit con el estallido de la Guerra Fría entre la Unión Soviética. J. Edgar Hoover en "acción". Sobran las palabras... A pesar de que el sillón presidencial era por aquel entonces ocupado por un presidente demócrata, Harry S. Truman, en 1946 las legislativas dieron la mayoría republicana a la Cámara de Representantes y al Senado, lo que forzó a que el presidente, en 1948, proclamara la llamada “doctrina Truman”, una auténtica declaración de guerra al movimiento comunista internacional consistente en aportar ayudas económicas a los países europeos “amenazados” por esta ideología. Truman mostraría sus verdaderas intenciones al promover el Programa de Lealtad de Empleados Federales, que investigaría la lealtad de miles de funcionarios a las instituciones nacionales, lo que convirtió en sospechosas a nada menos que 2.500.000 personas. Fue entonces cuando la organización sindical United Public Workers of America denunció este programa como una auténtica “caza de brujas”, caza que se extendió a los empleados de los contratistas que trabajaban para Defensa y que llevaría al fiscal general de EEUU, del partido republicano, H. Brownell Jr. a acusar al mismísimo presidente de “deslealtad”, aunque finalmente éste no compareció ante el Congreso. La obsesión por el espionaje “comunista” llevó a que se abrieran diversos procesos contra sospechosos de simpatizar o ayudar a la potencia roja, como el que se llevó a cabo contra el respetable diplomático Alger Hiss; aunque el episodio más triste tuvo lugar en 1953, con la condena a muerte del matrimonio formado por Julius y Ethel Rosenberg, que fueron electrocutados en la silla eléctrica acusados de entregar secretos atómicos al vicecónsul soviético en Nueva York. El matrimonio Rosenberg, chivos expiatorios. Dicha cruzada anticomunista era llevada a cabo de forma visceral y cuasi-paranoica por el senador –originario de Wisconsin– Joseph McCarthy, que se convertiría más tarde en presidente y organizador del temible Comité de Actividades Antiamericanas del Senado. Las leyes antidemocráticas comenzaron a ser algo habitual, y en 1947 fue aprobada la llamada Ley Taft-Hartley contra el derecho a huelga y la McCarran Internal Security Act, que obligaba al registro de todas aquellas personas consideradas subversivas, leyes a las que se opuso el mismo presidente Truman. No tardarían en trasladarse las sospechas de filocomunismo hacia el mundo del celuloide… Hollywood en el punto de mira Para investigar las supuestas actividades comunistas y subversivas en la Meca del cine, la HUAC contó en un principio, antes de la guerra, con los servicios del periodista católico Joseph B. Matthews, quet rabajaba para algunos periódicos de la cadena del magnate W. R. Hearst. Matthews, quien dejaría una huella imborrable en Joseph McCarthy –quien llegaría a considerarle su maestro– era un hombre violento, obsesionado con lo que para él no era sino una cruzada comunista contra América. En 1945 la Comisión Dies, a punto de expirar su mandato, fue resucitada por John E. Rankin, que consiguió convertirla en permanente dentro de la Cámara de Representantes, pasando a presidirla él mismo y J. Parnell Thomas, un siniestro personaje obsesionado con su unilateral idea de patriotismo y “americanismo”. En marzo de 1947 la Comisión se dedicaría a investigar específicamente a los profesionales del cine. Entre sus miembros más representativos se encontraban, además del citado Parnell Thomas, el futuro y polémico presidente Richard Nixon y el diputado anticomunista, racista y antisemita John Rankin. J. Parnell Thomas con el actor Robert Taylor Dos meses después, en mayo, varios miembros de la Comisión se trasladarían a Hollywood y celebrarían una serie de reuniones, entonces secretas, en el Hotel Biltmore, con algunos de los grandes representantes de la industria, como Jack L. Warner, uno de los fundadores de los gigantescos estudios Warner Bros. Aunque nunca salieron a la luz aquellas conversaciones, lo cierto es que a partir de ese momento los miembros de la Comisión ya poseían listas de sospechosos y se abrieron los primeros expedientes. El 23 de septiembre de 1947 fueron entregadas 41 citaciones a miembros de la industria cinematográfica. De entre todos, 19 tomaron la firme determinación de negarse a declarar ante una Comisión que consideraban antidemocrática y que vulneraba los derechos recogidos en la Constitución, formando a su vez un frente común para luchar contra su actuación, determinación a la que al parecer llegaron en una reunión celebrada en la casa del actor Edward G. Robinson. Fueron conocidos como los “19 testigos inamistosos” y entre ellos se encontraban Edward Dmytryck, Bertold Brecht, Lewis Milestone y Dalton Trumbo. A su vez, los profesionales progresistas de Hollywood elevaron la voz contra el ataque ideológico y moral que suponían las investigaciones de la HUAC. Algunos realizadores, como John Huston, William Wyler o Philip Dunne ,se reunieron en septiembre de ese mismo año en el restaurante Lucey´s de Hollywood para promover la creación del llamado Comité de la Primera Enmienda, que utilizaba la prensa y la radio para condenar la política de caza de brujas e incluía a cuatro senadores y a casi quinientos intelectuales y profesionales del cine, entre los que destacaban Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gregory Peck, Katherine Hepburn, Kirk Douglas, Henry Fonda, Vincent Price, Gene Kelly y David O´Selznik. Los 19 testigos “inamistosos” viajaron a Washington acompañados de los miembros del Comité de la Primera Enmienda para declarar ante la Comisión inquisitorial. Los profesionales del cine parecían una auténtica piña, unida frente a tamaño ultraje contra la libertad de expresión, sin embargo, pasada la fiebre inicial, algunos de los miembros“demócratas” del grupo comenzaron a echarse atrás. Fue el caso del productor David O. Selznik, quien, quizá presionado por los altos cargos de la industria, comunicó al abogado Bartley Crum su renuncia a permanecer dentro del Comité de la Primera Enmienda. Poco después sería Humphrey Bogart quien diría que formar parte del Comité fue algo “realmente estúpido”… Tristes precedentes de lo que acabaría pasando poco después, con las delaciones de muchos de los imputados a sus compañeros. Manifestación del Comité de la Primera Enmienda en Washington Un circo mediático El 20 de octubre de 1947 la Comisión de Actividades Antiamericanas inició sus sesiones en una sala en la que se hallaban presentes más de cien periodistas, cámaras y profesionales del cine. El espectáculo estaba servido… El primero en declarar fue el productor Jack L.Warner, quien acabó denunciando a una serie de guionistas a los que consideraba sospechosos de tratar de introducir en Hollywood la ideología comunista, borrando así las sospechas que se cernían sobre él e insistiendo varias veces en su probada con el sistema americano. Sus palabras sin embargo, no están exentas de cierto patetismo: “Algunos de estos guiones contienen réplicas, insinuaciones o dobles sentidos y cosas por el estilo, que habría que seguir ocho o diez cursos de jurisprudencia en Harvard para comprender qué cosa significan”. La acusación que vertió contra los hermanos Epstein, célebres por ganar un Oscar por el guión de Casablanca, en referencia a su guión de la película Animal Kingdom no tiene desperdicio: “está dirigido contra el sistema capitalista. Bueno, no exactamente, aunque el rico hace siempre el papel de malo”. Fue el primero de los “testigos amistosos” que declararon ante el Comité. Finalmente, dio los nombres de varios profesionales de los que sospechaba sus vinculaciones comunistas, entre ellos Albert Maltz, Dalton Trumbo y Guy Endore. A Warner le siguió en el espectáculo circense otro magnate del cine: Louis B. Mayer, de la Metro-Goldwyn-Mayer, quien declaró su repulsa al comunismo y citó también algunos nombres, como los de Lester Cole o Donald O. Stewart, y de nuevo el de Dalton Trumbo. Otro “testigo amistoso” fue el actor Adolphe Menjou (Adiós a las armas), quien pronunció un alegato militarista y anunció su deseo de que los comunistas americanos fuesen “deportados a los desiertos de Texas para que los matasen los tejanos”. El actor Adolphe Menjou apoyó la "Caza" Ronald Reagan, futuro presidente de la nación y entonces actor, denunció a su vez las “manipulaciones progresistas” que había sufrido el sindicato que presidía, el Screen Actors Guild, y felicitó a la HUAC, a sus ojos necesaria “para convertir América en algo tan puro como fuese posible”. Gary Cooper, por su parte, insistió en su patriotismo y en que había descubierto claras señales de “comunismo” en varios guiones, aunque no pudo aportar ningún ejemplo al no recordarlos, porque “leo la mayor parte de los guiones por la noche y si no me gustan no los acabo”. Mientras las declaraciones de los “testigos amistosos” se realizaron en un clima de evidente distensión, rozando en ocasiones una patética comicidad, los testimonios de los “inamistosos” fueron acompañados de una dramatismo que sentaría las bases de una persecución implacable que duraría décadas. Entre el 27 y el 30 de octubre tenían que declarar los 19 testigos antes citados, aunque finalmente sólo lo harían diez, debido a la decisión de Parnell Thomas de aplazar indefinidamente la vista a causa probablemente de las múltiples presiones que recibió de los sectores progresistas y de los magnates del cine. Estos cabezas de turco acabarían pasando a la historia como “los diez de Hollywood” (The Hollywood Ten). Los tristemente célebres "Diez de Hollywood" Entre ellos se encontraban el realizador Herbert J. Biberman, el guionista John Howard Lawson, el novelista Albert Matz, el guionista Ring Lardner Jr. y el ya citado Daltron Trumbo. La Comisión no permitió en la mayor parte de los casos que los sospechosos leyeran sus comunicados, y muchas carreras se vieron truncadas por aquel proceso que se erigió en un auténtico diálogo de sordos entre acusadores y acusados: Biberman tuvo que trabajar durante siete años para una empresa inmobiliaria con sede en California, y no volvió a dirigir una película hasta 1969. Lawson jamás volvió a escribir guiones y hubo de dedicarse a la enseñanza de teoría cinematográfica. Albert Matz, quien realizó una valiente declaración que arrancó numerosos aplausos en la sala: “me niego a ser investigado o intimidado por hombres para quienes el Ku Klux Klan es una institución americana aceptable”, tuvo que trabajar muchos años bajo pseudónimo, al igual que le sucedería a Trumbo, uno de los mejores guionistas que tenía Hollywood. Muchos otros profesionales, en su mayoría inmigrantes, optarían por el camino del exilio, en unos casos voluntario y en otros obligado, como Bertold Brecht, Fritz Lang, Charles Chaplin o John Huston, quien renegaría incluso de su nacionalidad americana, adoptando la irlandesa. Chaplin en 1940 en Nueva York Debido a que “los diez de Hollywood” optaron por acogerse a la Primera Enmienda, que protegía el secreto de la confesión religiosa y política, la libertad de palabra y de asociación, lo que finalmente provocó que en 1948 los testigos fueran acusados de desacato al “rehusar a declarar ante una Comisión debidamente constituida por el Congreso”, obligados a pagar una multa de 1.000 dólares –entonces mucho dinero- y a ingresar un año en la cárcel. Curiosamente, cuando Lester Cole y Ring Lardner Jr. ingresaron en la prisión de Danbury, en Connecticut, se encontraron entre los reclusos con el mismísimo J. Parnell Thomas, presidente de la HUAC, detenido por malversación de fondos tras ser acusado por el columnista Drew Pearson. Una curiosa ironía del destino que debió provocar que una inevitable sonrisa se dibujara en los rostros de los “blacklisted” –aquellos incluidos en las temibles listas negras de los grandes estudios-. La “caza” se revitaliza Sería durante los años más duros de la Guerra Fría cuando la gran caza de brujas se convirtiera en un episodio realmente dramático. A pesar del proceso llevado a cabo contra “los diez de Hollywood”, los capítulos más tristes estaban aún por escribirse, y la década de los 50 supondría un auténtica persecución contra la libertad y la integridad de los profesionales del cine, una progresiva radicalización anticomunista de la sociedad americana a la que contribuiría poderosamente la guerra de Corea (1950-1953), que provocó más de 33.000 bajas entre los soldados yankees. Uno de los personajes que más avivó ese clima de exaltación, sospecha y delación fue el senador oriundo de Wisconsin Joseph McCarthy –no en vano la caza de brujas pasaría a la posteridad bajo la designación de “macarthismo”- que acabaría convirtiéndose en presidente de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado, aunque contrariamente a lo que se cree nunca presidió el temible Comité de Actividades Antiamericanas –lo que no quiere decir que no promoviera sus investigaciones-. McCarthy luchó con saña contra todo lo que oliera a “rojo” no sólo en el mundo del cine, sino en casi todos los ámbitos de la vida estatal e institucional y contra los medios de comunicación dejando la tarea de “limpiar” Hollywood a otras comisiones, como la comisión Wood, que fue la encargada de realizar la segunda oleada persecutoria contra la industria cinematográfica, instigada por grupos como la reaccionaria asociación “Defensa de los Ideales Americanos” –MPAPAI-, presidida por el director Sam Wood, entre otros, y la American Legión, una poderosa organización de veteranos de las Fuerzas Armadas fundada en 1919, convertida en importante grupo de presión y erigida en órgano parapolicial que confeccionaba listas de sospechosos de filocomunismo que entregaba al FBI y a la HUAC. McCarthy durante una de las sesiones de la "Caza" La nueva Comisión, presidida por John S. Wood, desarrolló sus actividades entre el 8 de marzo de 1951 y el 13 de noviembre de 1952, aunque continuó en activo hasta 1955. En un primer momento citó a declarar a más de un centenar de personas relacionadas con el Partido Comunista americano y el mundo del cine, entre ellos varios citados ya en el 47. Sin embargo, esta vez muchos de los que se enfrentaron con entereza al Comité la primera vez se derrumbaron en esta ocasión, quizá debido a la presión o porque, como se excusaría más tarde Dmytryck, “tenían una familia que alimentar”. Lo cierto es que ante la Comisión Wood las delaciones se convirtieron en moneda común y los magnates de la industria mantuvieron esta vez una posición claramente favorable a las actividades inquisitoriales de la misma, por lo que todos aquellos testigos que se acogían a la Quinta Enmienda –según la cual ningún ciudadano puede ser obligado a declarar contra sí mismo­-, pasaban automáticamente a engrosar las listas negras –que nunca existieron oficialmente- de los productores y no volvían a encontrar trabajo. Según el productor y guionista Adrian Scott, esas listas llegaron a comprender los nombres de 214 artistas y técnicos de la Meca del cine, aunque no existe ni siquiera hoy un consenso entre los estudiosos. Para burlar a las mismas, muchos guionistas utilizaron no sólo pseudónimos, sino las llamadas “tapaderas” –como narra la película The Front-, que no eran sino personas que ofrecían su físico para suplantar el de los verdaderos guionistas señalados, cuyos trabajos eran vendidos a los estudios por la mitad del dinero que les habría correspondido en situaciones normales. Cartel de la película "The Front" De los nuevos testigos que fueron llamados por la Comisión Wood a testificar, la mayoría se negó a colaborar, lo que provocó que muchas brillantes carreras cinematográficas se vieran truncadas. Un mes después de que el guionista Sidney Buchman –responsable de títulos como Caballero sin espada (1939)-, compareciera ante la Comisión, fue despedido por Howard Hughes de la RKO y ni siquiera pudo recoger sus objetos personales. Lillian Hellman, que nunca había estado afiliada al Partido Comunista, pagó caro el compartir su vida sentimental con Dashiell Hammet –que ingresó en prisión por desacato al Congreso-, y habría de renunciar a su carrera como guionista hasta 1966, cuando firmó el guión de La jauría humana, un magnífico filme que se erigió como alegato contra la violencia incontrolable y en ocasiones absurda de la colectividad. Muchos otros profesionales, actricescomo Dorothy Comingore, Karen Morley o Anne Revere, desaparecieron prácticamente de las pantallas, al menos hasta el final de la década de los sesenta, cuando la fiebre anticomunista comenzó a perder parte de su fuerza en EEUU –aunque seguía estando muy presente-. Otros profesionales del celuloide sufrirían en carne propia la caza de brujas macarthista de forma mucho más dramática, como el actor John Garfield, que se convirtió en la víctima más paradigmática de la persecución inquisitorial. Debido a su carácter inconformista y contestatario, este gran intérprete fue llamado por la Comisión en un par de ocasiones. La mañana que debía tomar un tren hacia Washington para comparecer por segunda vez ante Wood y compañía sufrió un infarto de miocardio que acabó con su vida, cuando contaba tan sólo 39 años y para muchos, entre ellos John Berry, su muerte no fue casual, sino consecuencia del acoso al que estaba siendo sometido en aquellos días. El gran actor John Garfield, víctima del voraz acoso Otros profesionales murieron en plena investigación, probablemente debido a las fuertes presiones que sufrieron, como Philip Loeb, que acabó suicidándose -al igual que Madelyn Dmytryck, esposa del citado director- o Edward Bromberg. Sobre Loeb, la periodista de The New York Times Margaret Webster escribió que “había muerto por una enfermedad comúnmente llamada la lista negra”. De soplones y chivos expiatorios La presión de los grandes estudios y la amenaza de prisión hizo mella en muchos de los testigos, y el realizador Edward Dmytryk, que permanecía por aquel entonces en la prisión de Virginia Occidental por haberse negado a declarar en el 47, tras haber cumplido la mitad de su condena, llamó a su abogado, Bertley Crum y, alegando motivos patrióticosy familiares, se retractó de su anterior actuación. Reconoció haber formado parte del Partido Comunista y ofreció una lista de 26 militantes, única forma de escapar de las temibles listas negras. Aquella decisión lamentable aunque comprensible por la que optarían no pocos testigos dio pronto sus frutos, y unos meses después Dmytryk dirigía para la compañía King Brothers la película El motín del Caine, con el antaño miembro del Comité de la Primera Enmienda Humphrey Bogart como protagonista. El guionista Martín Berkeley batió el récord en lo que a delaciones se refiere, y facilitó a la Comisión Wood el nombre de nada menos que 162 “comunistas”. Por aquel entonces otro guionista, Richard Collins, se superó a sí mismo, y siguiendo los pasos de Dmytryck y otros,dio varios nombres, entre ellos el de su propia esposa. La lista de delatores es bastante amplia, y las situaciones en ocasiones rozan el esperpento, esperpento que no obstante no puede dilapidar el drama que supuso para tantos hombres y mujeres la fiebre anticomunista. Uno de los casos más tristes, además del de Elia Kazan, el célebre dramaturgo y exquisito cineasta al que Hollywood nunca perdonó su traición, fue el de Robert Rossen, que tras haber soportado con estoicismo otras citaciones, se derrumbó ante una nueva Comisión, conocida como Velde –una subcomisión del Congreso que actuaría en Nueva York con carácter público entre mayo y junio de 1952-, donde reconoció haber aportado 40.000 dólares al Partido Comunista y delató a 57 antiguos compañeros. El realizador Elia Kazan, que acabó denunciando a varios compañeros No faltaron sin embargo, como en la primera ocasión, los testigos hostiles, y el actor Lionel Stander llegó a reconocerse ante los miembros de la Comisión Velde “más izquierdista que la izquierda”. Tras ella seguirían otras Comisiones bajo distinto nombre y en 1956 la célebre HUAC actuaría bajo la designación de Comisión Investigadora sobre el uso no autorizado de pasaportes, aunque la histeria anticomunista comenzaba a declinar, lo que no evitó que otras carreras cinematográficas fueran truncadas, como la de la actriz mexicana Rosario Revueltas, que protagonizó en 1953 la película del blacklisted Herbert J. Biberman La sal de la tierra, lo que provocó que no pudiera volver a trabajar en EEUU. Lionel Stander demostró un gran valor ante la Comisión El relativo apaciguamiento de la Guerra Fría, la pérdida de poder de los republicanos frente a los demócratas o el surgimiento de grupos de minorías que reivindicaban sus derechos, unido a la necesidad de los grandes estudios por contratar de nuevo a todo un grupo de profesionales “señalado” en una época de crisis provocada por la aparición de la televisión, hizo que progresivamente a partir de los años 60 fueran desapareciendo las temidas listas negras, a pesar de que grupos derechistas como la MPAPAI o la American Legion siguieran ejerciendo una fuerte presión sobre Hollywood. Ni siquiera el todopoderoso McCarthy pudo escapar a los caprichos del destino, y su insistencia en investigar las actividades“sospechosas” de los miembros de la Armada estadounidense le llevaron a ser censurado por el Senado en 1954, acusado de “conducta impropia de un miembro de la Cámara Alta”, por la forma en que había dirigido la Comisión. Acabó sus díase n un hospital, donde había ingresado por graves problemas de alcoholismo, aquejado de cirrosis y hepatitis, a los 48 años, abandonado por aquellos que un día siguieron sus fanáticas directrices. La fábrica de sueños, que durante más de una década se convirtió en “fábrica de pesadillas” para un amplio sector de profesionales, volvía a recuperar su glamouroso esplendor, pero ya nada volvería a ser lo mismo. La gran hecatombe que sacudió los cimientos de la Meca del cine se haría sentir muchos años, y los rencores y las pasiones encontradas no se borrarían jamás de toda una generación de hombres y mujeres marcados por la intolerancia. Las palabras de Gregory Peck en 1947 acerca de las actividades de la HUAC son muy clarificadoras a este respecto, y sirven de forma ejemplar como colofón a una historia que nunca tendría que haber sucedido: “Hay muchas maneras de perder la propia libertad. Puede sernos arrancada por un acto tiránico, pero también puede escapársenos día tras día, insensiblemente, mientras estamos demasiado ocupados para poner atención, o demasiado perplejos, o demasiado asustados”. Óscar Herradón Texto publicado originalmente en la revista ENIGMAS. 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